viernes, 8 de enero de 2010

TENER Y NO TENER

Aunque pudiera parecerlo, este panfleto no estará dedicado a la obra del gran escritor norteamericano Ernest Heminway[1]. En realidad se trata de lo que en clave marxista es la relación entre ser social y conciencia social y, en términos más terrenales, a la relación existente entre el comportamiento humano y las condiciones materiales de su existencia, el vínculo entre ética y economía. Asunto que en el ámbito de nuestra nación tiene tintes muy particulares independientemente de lo común a todos los seres humanos y sociedades.

Indudablemente hay numerosos ejemplos de hombres que desdeñaron los placeres y bienes de este mundo; como el filósofo Diógenes de Sinope[2]; quien decía que <>[3] o como san Francisco de Asís quien con plena convicción expresaba: <>6. Mucho más cercano en el tiempo, tenemos el ejemplo de Teresa de Calcuta.

Estos hombres y mujeres ascetas, santos muchos de ellos, quienes vivieron una vida de renuncia a los bienes y más aún placeres terrenales, no obstante su general dedicación y entrega al prójimo tienen algo en común: salvo raras excepciones, nunca tuvieron que enfrentar la dura tarea de atender y tratar de satisfacer las necesidades materiales de existencia de una familia, más aún en condiciones de escasez de recursos monetarios y materiales, incluso extrema pobreza; trasmitir a los hijos los valores éticos y morales –no necesariamente religiosos, aunque casi todas las religiones los sustentan- que son sustancia indispensable en el tejido social.

Engels expresó que <>[4]. Ergo: aunque no solo de pan vive el hombre, sin pan no es posible su existencia misma; mas prefiero esta expresión reciente: no solo de pan vive el hombre: de pan bendecido[5].

Se cuanto asusta en nuestra Iglesia, el nombre de Marx; pero a pesar de su crítica a la religión dentro de su crítica general a la sociedad capitalista y a la tesis de que la codicia humana pudiera ser la fuente de la felicidad y el bienestar de todos[6]; no es posible pasar por alto –sin caer en el dogmatismo que caracterizó a la mayoría de los comunistas después de Marx- la influencia de las condiciones económicas de la vida de los hombres en el modo de pensar y comportarse en sociedad.

Hablo de esto porque en una sociedad como la cubana -caracterizada a lo largo de medio siglo por lo que podríamos denominar escasez permanente de bienes y servicios, agudizada a partir del inicio de los 90 con el Período Especial y para colmo enfrentada ahora a la secuela destructiva de tres huracanes consecutivos que dadas las transformaciones climáticas en proceso podrían muy bien repetirse en el futuro cercano- estamos inmersos en una crisis profunda de los valores socialistas y del paradigma del Hombre nuevo, consecuencia directa del fracaso de lo que se dio en llamar El Futuro Luminoso del Comunismo para toda la humanidad, y la pretensión de que el estado socialista sería capaz de –mediante la planificación perfecta, espejo del mercado perfecto- resolverlo todo, de garantizarlo todo, de que por el hecho de ser marxista tenía resueltas todas las ecuaciones de la historia y halladas todas las soluciones posibles, algo que hubiera escandalizado al propio Marx.

Todo: desde la croqueta y la guachipupa hasta la producción de acero, cemento y la construcción de viviendas y fábricas; la cría de vacas que habrían de cubrir toda la isla como nunca antes y, más aún, la formación de las nuevas generaciones en los valores socialistas bien lejos de la negativa influencia de padres y abuelos, merced de las nuevas escuelas en el campo. Sin lugar a dudas, la Revolución –fundamentalmente en esa primera etapa caracterizada por el romanticismo y la entrega desinteresada- acrecentó valores ya existentes desde mucho antes en nuestro pueblo, tales como el sentido de justicia y solidaridad, incluso más allá de nuestras fronteras, el espíritu de sacrificio en pos de un futuro mejor para nuestros hijos, valores que tienen sus raíces y fundamento en el cristianismo, como lo tiene también el propio ideal socialista.

Nos hemos pasado toda la etapa revolucionaria criticando justamente la sociedad de consumo pero como frecuentemente sucede, hemos perdido el sentido del equilibrio, aunque no se trata de correr detrás del último artefacto salido a la venta, ni aspirar tampoco a vivir en mansiones con piscinas que implicarían miserables ranchos para otros; pero en ese defecto que es llevar una virtud al extremo, hemos terminado por acumular tantas prohibiciones y limitaciones absurdas -incluso aberraciones jurídicas como multar a la víctima del robo de una res- que han agravado, innecesariamente, las condiciones de vida de nuestro pueblo; prohibiciones que gracias a Dios parece que comienzan a desaparecer no obstante las evidentes reticencias de burócratas y furibundos.

Lo he dicho antes y lo sostendré siempre: Nada me vincula al capitalismo que conocí antes de Enero del 59 ni al que he podido conocer hoy día fuera de Cuba; pero no es posible pasarnos la vida postergando las necesidades más urgentes de la mayoría de nuestro pueblo: el diario comer y las condiciones de extrema pobreza en la vivienda de tantos en aras de metas consideradas políticamente más convenientes; porque sencillamente se trata del destino de

LA PATRIA

Sin pretender adentrarme en el proceso de surgimiento de los conceptos de nación y estado a partir de lo que Morgan denominó gens[1] y para simplificar un tanto podemos decir que el concepto –o más bien el sentimiento- de patria antecede al de nación; pues aquella se refiere en sus orígenes latinos al lugar de los padres, es decir, donde uno ha nacido y por tanto tiene una connotación de carácter más afectivo y en general psicológico; mientras que nación es más bien un concepto de índole estatal y jurídica que implica dominio y/o soberanía sobre un territorio o asentamiento determinado; no obstante lo cual hoy día se hace difícil separar ambos conceptos; pero a riesgo de esquematizar podríamos decir que el concepto de nación concierne a lo racional y lógico, mientras que el de patria pertenece a los dominios de lo emotivo y el corazón.

No obstante lo dicho más arriba, si algo ha caracterizado a la historia humana han sido las migraciones incluso de pueblos enteros entre las que destacan las sucesivas oleadas de aqueos, jonios y dóricos que dieron lugar a la civilización y cultura griegas, fundamento desde el cual arranca la civilización occidental; el desgajamiento del clan de Abram (después Abraham) desde tierras caldeas hasta la Tierra Prometida y surgimiento subsiguiente del pueblo de Israel, que hubo de experimentar varios abandonos de sus tierras por fuerza de las circunstancias y finalmente entre el siglo I y II de la era cristiana perder su propia nación y terminar dispersados por el mundo de entonces, aunque ahí no terminaron sus migraciones a causa de las persecuciones y expulsiones de diversos países, no obstante lo cual han mantenido como pueblo un fuerte vínculo de identidad étnica y religiosa.

Por otro lado las guerras e invasiones motivaron constantes mezclas entre diversos pueblos, lo que se tradujo en la mejora de sus cualidades físicas e intelectuales y el enriquecimiento de las culturas, porque no obstante la destrucción de algunas por los vencedores, estos terminaron asimilando parte de las costumbres y tradiciones de los vencidos. A ello se agregan también las migraciones por causas económicas: plagas y sequías y otras catástrofes naturales que arruinaron las fuentes de supervivencia y obligaron a los habitantes del lugar a emigrar en pos de sobrevivir; amén de que con la llegada de Colón a América se abrió un nuevo mundo para la vida de muchos habitantes de una Europa desgastada económicamente.

Nuestra propia nación se formó de oleadas de otros pueblos: primero de los conquistadores españoles y luego de los africanos traídos como esclavos de los primeros, amén de cierto mestizaje con la población autóctona que pereció en gran número a causa de los maltratos de aquellos. Incluso, luego de alcanzada la independencia de España, entre 1902 y 1931 ingresaron en Cuba 1´285011 inmigrantes, el 56,8% procedente de España[2] (todos gallegos, que fueron la mayoría, para los cubanos). En este tremendo flujo migratorio también llegaron a Cuba numerosos sirios y libaneses (generalmente cristianos maronitas) a quienes agrupamos bajo la denominación genérica de moros; mientras que polacos fueron bautizados todos los judíos debido al país de procedencia de la mayoría de ellos, a los que hay que agregar los chinos casi por completo mezclados con el resto de los habitantes. A los anteriores hay que agregar los miles de haitianos y otros caribeños que traídos a trabajar temporalmente en las zafras azucareras terminaron por quedarse para siempre en la isla. Al final, salvo excepciones, los descendientes de todos estos inmigrantes terminaron por considerarse y ser considerados cubanos; aunque también hubo gente que desde Cuba emigró a otros países por entonces y a lo largo de los años de la República anterior a la etapa revolucionaria.

Precisamente con el triunfo revolucionario del 1º de Enero de 1959 se inicia el proceso mayoritariamente inverso de la emigración, aunque a lo largo de estos años algunos miles de extranjeros, exiliados políticos principalmente latinoamericanos, se establecieron temporal o definitivamente en Cuba.

La sostenida emigración a lo largo de este medio siglo ha tenido momentos singulares o álgidos como lo fueron Camarioca y el Mariel, o la llamada Crisis de los balseros en lo más agudo del llamado Período Especial y por fortuna ya no es vista como un hecho político, incluso casi delictivo como en los 60, sino como consecuencia de las carencias económica y también por el inevitable deseo de reunificación familiar, sin olvidar que la llamada Ley de Ajuste Cubano es un tremendo incentivo para la emigración ilegal y hasta graves actos delictivos que han puesto en peligro e incluso han provocado la muerte de personas en sus intentos por alcanzar las costas de Norteamérica y dado lugar a un execrable negocio.

Aunque confieso que cada vez que alguien abandona el archipiélago siento como si se arrancara un pedacito a la patria, es decir, al corazón de la nación; siempre he estado convencido de que cada quien es libre de vivir donde considere e incluso renunciar no solo a la ciudadanía cubana sino a todo vínculo con la tierra que le vio nacer y casi siempre crecer: “Se tomó la coca-cola del olvido” es expresión cubana que califica a quienes una vez fuera de Cuba cortan todo vínculo incluso con amigos y familiares. Pero de la misma forma que reconozco ese derecho a los nacidos y que vivieron aquí e incluso a volver cada vez que deseen, también digo que el destino de la Patria y la Nación (así, con mayúsculas) lo decidiremos los que vivimos en Cuba, quienes han estado y siguen aquí, contra viento y marea, quienes contra toda esperanza mantienen la esperanza. Por muy fuertes que sean los sentimientos de identidad nacional y los lazos con la patria de origen, quienes fijan residencia definitiva en otro país con frecuencia vinculan sus destinos e intereses personales a los de la nación de residencia.

Por supuesto que ha habido quienes como Félix Varela, Salvador Cisneros, los hermanos Maceo, José Martí y otros muchos patriotas de las gestas independentistas vivieron muchos años exiliados precisamente por amor y entrega incondicional a Cuba; no como medio de vida y más aún enriquecimiento como ha ocurrido y ocurre con algunos que viven en otras latitudes, fundamentalmente a septentrión del archipiélago[3].

Hablo de esto porque el gobierno español, ante el hecho de que la natalidad de su país es tan baja que la población decrece y además escasea la gente necesaria para las fuerzas armadas; ha decidido extender el derecho de ciudadanía no solo a los hijos sino también a los nietos de ciudadanos españoles, lo cual ha dado lugar a mucho revuelo y largas colas ante el consulado hispano no solo en nuestra capital, sino también en otros países, pues muchos aprecian, entre otras, la ventaja de que una vez ciudadanos españoles pueden entrar sin restricciones a los EEUU.

Como nieto de español que soy por línea materna, uno que otro primo e incluso conocidos me han alentado a intentar obtener la ciudadanía española y aunque reitero que cada quien tiene el derecho de elegir la ciudadanía que estime y/o convenga; he de confesar que en mi caso tal actuar tendría la connotación de casi un ultraje a la memoria de quienes desde Varela y Céspedes, hasta Martí y los Maceo; dedicaron o dieron sus vidas por la independencia de Cuba, por podernos llamar con pleno derecho cubanos.

Sobre que la gente se transforme en ciudadano español no tengo nada que objetar, lo que si me motivó fue la ufana declaración de un joven médico cubano a su llegada a la península ibérica[4], quien según las noticias era el primer beneficiado con estas disposiciones. Las palabras en cuestión fueron las siguientes: <<Cuba me dio el cuerpo, España el corazón>>.

En este caso no hay problemas para mi pues la Patria sigue intacta y albergo la esperanza de que el corazón que le han otorgado o implantado en España (en realidad no se como decirlo) no sea del mismo material de los adoquines, que embarcados como lastre, nos dejaron los barcos españoles que durante siglos vinieron a saquear las riquezas de Cuba.



[1] Para los que interese el tema pueden consultar de F. Engels: El origen de la familia, la propiedad privada y el estado; así como también de R. E. Turner Las grandes culturas de la humanidad (2 tomos) e Historia de la civilización de V. Gordon Childe; todos publicados en Cuba.

[2] Oscar Zanetti: Los cautivos de la reciprocidad, Editorial ENPES, La Habana, 1989

[3] Al respecto me guío por los comentarios de Alejandro Armengol en su blog Cuaderno de Cuba, publicados en el Nuevo Herald de Miami, USA.

[4] La Vanguardia.es. Febrero 6 de 2009. Prácticamente toda la prensa escrita de España se hizo eco del hecho.

CATÁSTROFES Y ESPERANZAS

Desde hace algunos años eminentes y encumbrados científicos están enfrascados en la para mi bizantina y absurda discusión de si Dios tuvo opciones a la hora de crear el universo. Dicho en otras palabras: si Dios –todopoderoso- pudo crear un universo, y por extensión un planeta Tierra, distinto del actual o si por el contrario solo era posible crear el que conocemos; lo cual introduce cuando menos una duda sobre la omnipotencia de Dios y en consecuencia sobre su existencia misma.

Como hombre de fe, pero también dedicado a la actividad científica, estoy convencido que cualquier forma de existencia material presenta fenómenos que siempre serán expresados mediante conceptos -y sus correspondientes formulaciones matemáticas- termodinámicos; o si se quiere, todo sistema material obedecerá a las leyes de la Termodinámica y por tanto estará sometido a cambios y transformaciones. A escala planetaria, y más aún en el caso específico de nuestro planeta, eso se traduce en volcanes, terremotos, huracanes y otros fenómenos de gran intensidad energética que causan –inevitablemente- catástrofes naturales y consecuentes pérdidas de bienes y más aún de vidas humanas.

¿Qué significa eso para nuestra fe? ¿Acaso una forma de castigo a los hombres pecadores por Dios todopoderoso? ¿Sucesivas reediciones del diluvio universal? Podemos contestar: misterios de Dios y sanseacabó; lo cual nos puede llevar, casi seguro, a considerar tales catástrofes como fruto de la acción de Dios.

No tengo ningún reparo en decir: Creo en Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra... Además, no obstante creer en la acción milagrosa de Dios, en la ocurrencia de eventos que podríamos denominar –desde el punto de vista científico si se quiere- como de probabilidad nula; no creo, no puedo creer, en que ninguna de esas catástrofes naturales, tampoco las aéreas o de otro tipo en las que intervienen los hombres, sea obra de Dios, tampoco que Él utilice uno de esos terribles eventos para decirnos algo. Me sería muy difícil entenderme con un Dios así.

Quizás mi visión evolucionista del universo y la influencia –junto con mucha otra gente- de Teilhard du Chardin[1] en mi pensamiento, en mi fe, me han llevado a la conclusión de que precisamente la gracia de Dios está en ser fuente y camino de la vida y la vida misma, eterna, en este mundo complejo y pleno de eventos que amenazan la vida material del hombre y su propia existencia terrenal. Es Él quien le da sentido a nuestra vida y la hace trascendente y a la vez es Su Amor fuente de nuestra esperanza y luz que alumbra el camino hacia la salvación y la vida eterna; lo cual no excluye ni borra el dolor, el sufrimiento: el propio Jesucristo lloró la muerte de su amigo Lázaro y más aún experimentó en carne propia el dolor y el sufrimiento.

Lo que si creo es que Dios siempre ha estado presente en nuestra existencia, dispuesto no solo a atender nuestras súplicas, sino también y por sobre todo a sostenernos en los momentos más difíciles de nuestras vidas, a descubrir el sentido de nuestra existencia, la trascendencia de nuestras vidas en Su infinito Amor y eterna Misericordia; fuente inagotable de nuestra Esperanza.

No se trata de consuelo de tontos, como podrían pensar algunos distantes de nuestra fe; sino de la íntima convicción, la plena seguridad, la esperanza inquebrantable en que pase lo que pase Él siempre estará con nosotros; lo cual no significa que nos sentemos a rezar y esperar, sino a encontrar fuerzas en el Espíritu que nos anima para seguir adelante en pos del Reino, cuyo camino comienza precisamente en este mundo que no es simplemente un valle de lágrimas, sino el mundo donde vivimos, sufrimos y también nos alegramos; más aún, sentimos la inefable dicha de ser hijos de Dios.

Como habrán podido adivinar, escribo todo esto a causa de la doble catástrofe que ha significado para nuestro pueblo el paso sucesivo de dos terribles huracanes que han dejado una vasta estela de destrucción material y agudizando de modo dramático las difíciles condiciones de vida de nuestros compatriotas.

Si bien estas catástrofes dejan una terrible secuela de daños materiales y aún perdidas de vidas humanas, es de espanto –no encuentro otra palabra- descubrir las catástrofes morales, el hundimiento de la condición humana en esperpentos que han sido capaces de sentir alegría, malamente disimulada o sencillamente descarada, ante estas desgracias de nuestro pueblo; deseosos de que la agudización de las dificultades y carencias que enfrentamos den lugar a disturbios y revueltas que conduzcan a la restauración del antiguo régimen existente en Cuba antes de 1959[2]. ¿Son cubanos quienes así se expresan, aunque nacieran aquí? ¿Son cristianos, aunque cuelguen de sus cuellos crucifijos y medallas? En fin, ¿son seres humanos?

Cualquiera podría decir -con todo derecho- que puedo escribir esas cosas porque a mi no me afectó ninguno de los dos huracanes, lo cual es una verdad a medias: No dañó mi casa ni ninguno de los bienes que poseemos en ella; pero, al igual que a mi, la tragedia nos afecta a todos los cubanos: seguro estoy que a la mayoría de nuestros compatriotas no les faltan familiares, también amigos, afectados; pero además las consecuencias económicas y sociales nos afectarán por años a casi todos.

Gracias a Dios hubo escasas víctimas mortales. Gracia que se expresó en la solidaridad de quienes brindaron sus viviendas para albergar a otros, para guardar pertenencias y bienes de vecinos y amigos; de los responsabilizados con las acciones preventivas, de las instituciones encargadas; en la preocupación y ocupación en bien del prójimo y precisamente ahí se hace presente Dios, no importa las creencias de cada cual y es, en esa solidaridad de todos para con todos, que se manifiesta Su Amor y el Espíritu anima nuestros corazones levantándonos –una vez más- para seguir adelante.

Contrario a lo que podrían pensar muchos, dadas las circunstancias históricas del devenir de nuestra nación, estoy convencido que –descontando cualquier consideración de índole política e ideológica- si algo anima a la gran mayoría de los cubanos está más allá de todas las razones y la razón misma: Nos sostiene y nos mueve una fe y una esperanza que si bien no tendría el mismo nombre para todos, estoy convencido de que es obra de la presencia de Dios entre nosotros, de la amorosa intercesión de nuestra Madre y Patrona: María de la Caridad. Precisamente nunca más oportuno en nuestra historia el lema del trienio preparatorio de los cuatro siglos de presencia de su pequeña imagen entre los cubanos: La Caridad nos une. La caridad, la solidaridad, el amor al prójimo, expresión del amor de Dios, nos hará tener esperanza, salir adelante otra vez. En ese sentido, el llamado de nuestros obispos[3] debe servirnos de guía en la personal contribución y esfuerzo en pos de ayudar a nuestros hermanos.


[1] Pierre Teilhar du Chardin: S.J. (1881-1955). Sacerdote jesuita francés, su concepción de la evolución, considerada ortogenista y finalista, equidistante en la pugna entre la ortodoxia religiosa y científica, propició que entonces fuese incomprendido por ambas. Además fue un notable paleontólogo y filósofo que aportó una muy personal y original visión de la evolución.

[2] El acceso a Internet me ha permitido leer muchas, demasiadas, opiniones de quienes que se expresan así, casi siempre desde el anonimato y para ello basta leer comentarios y opiniones en publicaciones tales como El Nuevo Herald, de Miami, o en sitios Web como CubaLibreDigital, originado en Suecia.

[3] Ver el llamado del 15 de Septiembre de Mons. Dionisio, Arzobispo de Santiago de Cuba. Días antes, después del paso del Gustav, el Cardenal Ortega había hecho una declaración con igual propósito.

lunes, 10 de diciembre de 2007

Las Lamentaciones

LAS LAMENTACIONES

Antonio C. Rabilero Bouza.

En el Jerusalén judío, se encuentra lo que según los arqueólogos bíblicos es lo único que queda del segundo Templo, arrasado junto con el resto de la ciudad por las legiones romanas al mando de Tito en el año 70 de la era cristiana: nos referimos al Muro de las Lamentaciones, lugar de peregrinación y celebración de ceremonias religiosas de aquel pueblo. Pero ahora no nos ocuparemos del muro, tan solo de las lamentaciones, algo que siempre me ha parecido ejercicio vano y pérdida de tiempo irremediable. Confieso que a veces resulta difícil escuchar tanto lamento en hermanos laicos, más aún en religiosos y ministros ordenados; que tal parece expresión de una existencia de grisácea opacidad, de pesimismo y desesperanza en quienes deberíamos sentir la alegría de vivir, de ser hijos de Dios, de tal modo que algunas reuniones de pastoral y otras actividades de nuestra Iglesia mas bien parecen sesiones de un Club de afligidos y, me pregunto ¿cómo es posible que con ánimo tal podamos anunciar la Buena Nueva al resto de los hombres? ¿Cómo esperar que nos crean, que crean en Jesucristo?

En realidad no me interesan las lamentaciones, pues como ya dije, me resulta difícil lidiar con ellas. Entonces nos ocuparemos en realidad de la alegría de vivir. Sí, así mismo; aunque parezca que en tiempos difíciles y hasta de penurias sea pretensión disparatada.

No se trata de estar alegres y sonrientes a toda hora, de disfrutar de una felicidad inagotable; como tampoco pasar por alto la incidencia de las condiciones materiales de vida en el comportamiento de los seres humanos y los valores éticos que los sustentan; pero rechazo esa visión estrecha que ha echado raíces también en nuestra Iglesia, mas bien propia del marxismo burdo del Konstantínov[1], que pretende subordinar de un modo absoluto el pensar, sentir y actuar[2] de los cubanos a la situación económica de la nación.

Podemos padecer pobreza, escasez de lo necesario para vivir, carecer de una vivienda decorosa, más aún tener un familiar muy cercano gravemente enfermo o en presidio o sufrir nosotros mismos alguna dolencia crónica u otras desdichas; pero nada ni nadie –solo nosotros mismos- puede impedirnos el amar sin condiciones, a todo trapo[3]; y también la amistad con otras personas, no para tener un hombro donde llorar y descargar penas, frustraciones y amarguras, sino para el profundo e íntimo disfrute de la presencia de alguien que apreciamos y queremos, con quien intercambiar ideas y además confiar nuestros sentimientos y anhelos. Incluso, en las insomnes e inciertas noches de la guerra, muy lejos de los nuestros y en vísperas de alguna misión de imposible pronóstico, se puede dejar a un lado la preocupación por la propia supervivencia, el humano temor a la muerte y disfrutar, intensamente, re-creándolo, el recuerdo compartido de un extraordinario concierto de Spívakov[4] acaecido varios lustros atrás.

Quizás puedan parecer demasiado intelectualizadas estas formas de sentir gozo y felicidad, aunque el propio proceso de adquirir conocimientos, de acrecentar nuestra cultura es también fuente de autorrealización y por tanto de bienestar interior, no obstante se pague con una mayor atención y preocupación por los problemas de este mundo, al que no vinimos –por lo menos los que intentamos seguir a Jesucristo- para tratar de vivir bien de cualquier manera, lo cual no significa que busquemos el sufrimiento pero sí que sepamos asumirlo con dignidad y decoro desde la perspectiva de la cruz.

También existen formas de alegrarnos la vida, que no por mundanas debamos rechazar, como muy bien puede ser tomarnos un par de tragos con los amigos sin llegar jamás a la borrachera estúpida; disfrutar, las veces que sea posible, de una buena comida (si en buena compañía, mejor), disfrute mayor a menor frecuencia, sin la gula que estropea el mejor degustar de sabores y que más tarde nos pone en apuros. Incluso, nada nos cuesta admirar -cuidándonos de la lujuria y la tortícolis- tanta muchacha hermosa que deslumbran en nuestras calles y parques; también es completamente gratis admirarnos ante la noche cuajada de estrellas, una bandada de mariposas, cualquier flor sencilla o una vieja melodía olvidada que escuchamos al pasar y que nos hace recordar…..

Alegrarnos cuando nos regalan cualquier cosa por modesta que sea, las veces que logramos comprar aquello que tanto hemos añorado, al encontrar a nuestro perro que se había perdido; en las ocasiones que tenemos la certeza de haber trabajado bien, que hemos logrado algo meritorio a pesar de que nadie lo reconozca y alegrarnos también si nos lo reconocen. Sentir cada día la tremenda e indescriptible alegría de estar vivos, de vivir en este mundo de Dios.

Digo todo esto porque hace apenas unos días se me ha muerto un amigo del alma, cuyo tránsito de la infancia a la adolescencia fue el de un caminar un tanto inseguro a una silla de ruedas para el resto de su vida, desde la cual enfrentó la muerte de su padre, que su único hermano –y mayor- marchara al extranjero por siempre y que pocos años más tarde muriera su madre. Alguien que supo ganarse no solo el sustento de que vivía, sino también la sincera estima de sus colegas, así como el cariño y la profunda admiración de sus amigos; y ahora que ha muerto me he dado cuenta que tras cuarenta y tantos años de amistad nunca supe si mi amigo era creyente, si tenía alguna fe religiosa: nunca hablamos de Dios, a lo sumo un Dios te guarde de mi parte cuando, en las oportunidades en que iba a la ciudad donde vivía, me despedía tras visitarle.

Y quizás nunca hablamos de Dios porque jamás le oí lamentarse de algo o de alguien. Ninguna queja, ningún resentimiento o rencor. La última vez que le visité, dos o tres semanas después de haber abandonado el hospital tras un derrame cerebral que le dejó la secuela de una hemiplejia parcial, lo encontré al igual que siempre: alegre y jovial, con su profundo y sutil sentido del humor, incapaz de herir a nadie. Ambos sabíamos que a él le quedaba poco tiempo en este mundo y ambos sabíamos que el otro lo sabía; pero nada de eso fue capaz de empañar siquiera esa tarde verdaderamente feliz para los dos, matizada a ratos por la risa y hasta una que otra carcajada. Horas después, me despedí de mi amigo, consciente de que quizás ya no volvería a verle con vida, pero los pesares que esa tarde pudieran haberme oprimido el corazón y oscurecido la mente habían desaparecido por completo.

Jesús nos dejó dicho que <<…..donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos>>[5] y tomándome licencia, diré, que estoy convencido de que cada vez que dos o más personas de buena voluntad -más aún si se quieren- se reúnen, aunque no invoquen explícitamente el nombre de nuestro Señor, este les acompañará indefectiblemente, dándole al placer del encuentro, al disfrute de la amistad, una resonancia mucho mayor en lo más profundo de los corazones, que acrecienta de modo inefable ese sentirnos vivos, la alegría de sabernos hijos de Dios en este mundo.



[1] Por antonomasia, la obra Fundamentos de la Filosofía Marxista Leninista, de F. Konstantínov, manual que sirvió durante décadas en la URSS, restantes países socialistas y por supuesto Cuba, de texto básico para la formación ideológica.

[2] Eso que el marxismo denomina conciencia social.

[3] <>.En: Benedicto XVI, carta encíclica Deus Caritas Est.

[4] Se trata de Leonid Spívakov, extraordinario violinista soviético que ofreció dos conciertos en Santiago de Cuba a pocos meses de haber obtenido el primer premio en el Concurso Tchaikovski de Moscú en 1970. Años después fundó el conjunto de cámara Virtuosos de Moscú.

[5] Mateo, 18, 20.

EL PASADO

Antonio C. Rabilero Bouza. IM, Abril de 2007.

Recuerdo de una lectura de Marx[5], hace ya muchos años; que el filósofo, un tanto desconcertado ante el arte griego, se interrogaba del porqué las estatuas y otros testimonios de esa cultura causaban una profunda impresión, tenían algo que decir a un hombre que había sometido a una crítica profunda y radical lo que denominara como la prehistoria de la humanidad: es decir, la historia de la sociedad dividida en clases. Un hombre que sentía que nada lo identificaba con aquella sociedad esclavista.

Generalmente sin conciencia de ello, cargamos con el legado del pasado, del quehacer de muchas generaciones que progresivamente conformaron el mundo en que vivimos y, nos guste o no, modelaron a nosotros mismos. Con las palabras del poeta[5]: <> (Before born out from my mother, generations guided me).

El problema estriba en la forma de asumir el pasado, más aún el pasado que forma parte de nuestras vivencias personales, más o menos directamente. Instintivamente tendemos si no a borrar, por lo menos a sepultar en el desván de la memoria[5] cada hecho traumático o por lo menos desagradable y así nos vamos forjando una imagen idílica y edulcorada del pasado, que Erasmo de Rótterdam achacaba a la –para él saludable- locura humana[5]; aunque por razones –también de locura humana- pero de signo contrario, podemos muy bien pasarnos la vida en compañía de tenebrosos espectros de antaño. Por regla general, padecemos ambas formas de locura y utilizamos -a conveniencia- el tamiz de la memoria para dejar pasar en cada ocasión lo que nos conviene: felicidad y bienestar pasados, pero también resentimientos y rencores.

En el caso de nuestro archipiélago, el pasado hace alusión –casi siempre- al período republicano anterior a la Revolución, denostado por unos como la neocolonia o seudorepública, o en su lugar recordado por otros –generalmente fuera de Cuba- como un paraíso; respecto a lo cual cito las palabras de Mons. Carlos Manuel de Céspedes: <>[5].

El regodeo en la rememoración y la añoranza de un pasado del cual solo dejamos pasar lo bueno –para quien recuerda, por supuesto- por el referido tamiz de la memoria, aparte de ser ejercicio vano y una inútil pérdida de tiempo, puede conducir a tonterías tales como la de imprimir, en los EEUU, para la venta (hay tales compradores) los directorios telefónicos de La Habana y del resto de Cuba nada menos que del año 1958, esa bella época según reza el anuncio correspondiente[5]. Al respecto, tan solo cabe hacerse una pregunta: ¿Para quiénes, de los que viven del otro lado del Estrecho de La Florida, pudo corresponder precisamente ese año de 1958, con los numerosos asesinatos y torturas por parte de la dictadura de Batista, con una belle époque en Cuba?

Con frecuencia encontramos en miembros de nuestra Iglesia la nostalgia de un pasado republicano del que solo se recuerda la imagen del Sagrado Corazón de Jesús en las viviendas, las nutridas procesiones, los colegios religiosos (que la mayoría de los cubanos no podían pagarles a sus hijos) y hasta la gente bien. Nada más. Por otro lado, la visión peyorativa que rememora el pasado republicano completamente sombrío soslaya que, no obstante Pino Santos[5] tener razones para lo que denomina el Asalto a Cuba por la oligarquía financiera yanqui, y aún toda la desigualdad e injusticia social que se generó entonces; se logró en un tiempo relativamente breve, recuperar la economía terminada de devastar[5] por la contienda del 95 al 98: el valor de las exportaciones de la Isla pasó de 45,1 millones de pesos en 1899 a 150,8 millones en 1910; mientras que el rebaño de ganado vacuno había crecido desde 376,6 miles de cabezas al terminar la guerra, hasta 3,2 millones en el referido año de 1910[5]. Hay que cuidarse del malsano maniqueísmo que abunda a la hora de analizar tanto el presente como el pasado de la nación: o blanco inmaculado, o por el contrario como si todo estuviera cubierto por una espesa capa de hollín.

Además, esa misma república que nació mutilada por la Enmienda Platt y maniatada en lo económico por el Tratado de Reciprocidad[5] fue capaz de dar, de los primeros nacidos y/o educados en ella, el más recio, notable e irrepetible grupo de intelectuales de la historia de Cuba: la denominada generación del 30 y, dentro de ella, quien –sin lugar a dudas- ha sido uno de los cubanos de mayor civismo, lucidez y honradez intelectual: Rubén Martínez Villena, notable poeta por demás; de vida efímera como un relámpago, cuya luz alumbra todavía, a pesar de injustas postergaciones y olvidos[5].

Así mismo, por sobre el legado que hayamos podido recibir de la intelectualidad republicana, de sus escritores y artistas; la herencia más importante es la música popular, la más genuina expresión del alma de la nación, del espíritu del pueblo cubano. No seríamos lo que somos sin la vieja trova, sin el bolero, ni el son y otras manifestaciones musicales, si no existieran las canciones de Sindo Garay, de Manuel Corona, de Los Matamoros, María Teresa Vera y tantos que es imposible de enumerar. De ese pasado siempre seremos deudores y lo peor que podría suceder es que en nombre de cualquier idea, de cualquier creencia, intentemos olvidarlo y peor aún borrarlo.

Todo lo nuevo significa una ruptura con el pasado, pero lo nuevo solo habrá de perdurar si esa ruptura se da como continuidad: la mayor ruptura de la historia la encarnó Jesús no solo en relación con las tradiciones del pueblo judío, sino también respecto a la greco-latina; pero en ambas culturas se afincó el cristianismo dándoles una nueva perspectiva, un radical sentido de trascendencia.

Es en ese sentido de continuidad que se asienta mi predilección por las canciones de Silvio Rodríguez, un iconoclasta contumaz que ha entroncado su obra con lo más genuino de la tradición musical cubana, no solo la trovadoresca, y a propósito de este panfleto que escribo, coincido con él cuando canta:

<<…..No quisiera un fracaso,

en el sabio delito que es recordar,

ni en el inevitable defecto,

que es la nostalgia,

de las cosas pequeñas y tontas…..>>[5],

Porque como dijimos en ocasión anterior, recordar significa, literalmente, volver a pasar por el corazón. . Quizás pudiera pensarse que esta afinidad está dada porque ambos nacimos el mismo mes de igual año; sin embargo, Lecuona, que vivió en otra época y en un medio social con el cual nada me identifica, amén de que su cultura y educación transcurrieron por derroteros completamente distintos a los míos, siempre me logra conmover con sus canciones y en general su obra musical, a propósito de lo cual debo confesar que en el vasto y rico historial de la música cubana jamás he encontrado una estrofa que exprese de forma tan hermosa y cabal el amor, y a la vez el amor a Cuba:

“Como el arrullo de palma, en la llanura.

Como el trinar del sinsonte, en la espesura.

Como del río apacible, el lírico rumor.

Como el azul de mi cielo, así es mi amor.”

¿Qué me vincula con Lecuona? ¿Qué pudo haber vinculado a Marx con Praxiteles?

La tremenda similitud genética, la descendencia de antepasados comunes, es una verdad científica; pero trascendiéndola existe otra Verdad: todos somos hijos de Dios.

1 Pero no logro recordar en cual obra.

2 Walt Wihtman: “Canto a mí mismo”.

3 Donde tanto hurgó Freud y hurgan aún los sicoanalistas.

4 Ver de Erasmo de Rótterdam: Elogio de la locura.

[5] Mons. Carlos Manuel de Céspedes: El rearme ético de nuestra sociedad cubana, Cuadernos del Aula, Centro Fray Bartolomé de las Casas, La Habana, 2004, p 9.

6 Anuncio aparecido en la revista Ideal, n 330 del año 2004, publicada en Miami.

7 Oscar Pino Santos, obra homónima. Casa de las Américas, 1973.

8 Sin contar las 400 mil vidas que costó la gesta independentista.

9 Para una población de 2,2 millones de habitantes en esa fecha. Además, Hay que tener en cuenta que entre 1902 y 1931 ingresaron en Cuba 1´285011 inmigrantes, el 56,8% procedente de España: No se emigra a un país donde no exista –por lo menos- la oportunidad de conseguir empleo y mantener una familia. Los datos han sido tomados de Oscar Zanetti: Los cautivos de la reciprocidad, Editorial ENPES, La Habana, 1989. Atlas Demográfico Nacional de Cuba, 1985; y de la edición extraordinaria dedicada al centenario del Diario de La Marina, Cuba, 1957.

10 Oscar Zanetti: Obra citada.

11 Como la imperdonable ausencia de Villena en la retahíla de nombres citados por el poeta César López en la inauguración de la XVI Feria del Libro de La Habana en este año 2007.

12 Silvio Rodríguez: De la ausencia y de ti. El subrayado es nuestro.

LA VOCACIÓN

Antonio C. Rabilero Bouza. IM, Junio de 2007.

Sin el menor riesgo de equivocarme, puedo afirmar que en nuestro país, existen más facilidades que en cualquier otro del planeta para cursar una carrera universitaria y obtener el título correspondiente; de tal modo que hoy día se cuenta con cerca de un millón de graduados universitarios para una población de unos 11 millones de habitantes -de los que hay que descontar una cuarta parte que aún no están en edad de haber podido obtener dicho nivel- se traduce en que la nación dispone –en números redondos- de una persona con instrucción superior completa por cada 10 habitantes mayores de 23 años: un índice realmente impresionante.

Con la municipalización de la enseñanza universitaria y su extensión a los numerosos centrales azucareros desactivados, al poco más de medio centenar de universidades existentes se suman entonces más de doscientas nuevas sedes universitarias en las que se cursan diversas carreras; lo cual habrá de provocar un incremento sustancial de los habitantes con nivel de enseñanza superior en los próximos años.

Considero que es loable la política de propiciar que toda persona que lo desee pueda realizar estudios universitarios, porque el aumento del nivel de instrucción, de conocimientos, cultural en suma, hace más plena a las personas y eleva su capacidad de análisis y de toma de decisiones, así como de su propia autoestima y no confina el saber a grupo social privilegiado. Pero también es de esperar, que tal aumento del nivel cultural de los cubanos, enmarcado en el propósito de convertir a nuestro país en el más culto del mundo, se traduzca en una mayor eficacia en las tareas que cada uno de nosotros realiza, más aún, con un alto grado de satisfacción personal, que contribuya de modo tangible a mejorar no solo las condiciones materiales de vida de nuestro pueblo, sino también espirituales; a facilitarle las cosas a nuestros compatriotas y no a hacérselas más difícil como sucede con demasiada frecuencia.

Y pienso que todo esto tiene que ver con lo que da título al panfleto que escribo para este número: La Vocación.

Vocación viene del latín[5]: vocatĭo, -ōnis; es decir, acción de llamar y tiene como primer significado inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de religión. También tiene el significado de inclinación a cualquier estado, profesión o carrera; que es el más común entre la gente. El propio diccionario de la RAE relaciona vocación con advocación, cuyo sentido es tutela, protección o patrocinio de la divinidad o de los santos a la comunidad o institución que toma su nombre. O sea, ambos vocablos tienen en primera acepción un sentido religioso relacionado con el llamado que nos hace Dios para que hagamos algo en nuestras vidas, no necesariamente dentro del marco institucional religioso, sino también en cualquiera de los ámbitos de la vida social.

Quizás el problema más importante a que nos enfrentamos los seres humanos es determinar el sentido de la vida para cada quien en particular, algo que se encuentra de lleno en el campo de la filosofía y ha sido objeto del quehacer de eminentes pensadores a lo largo de toda la historia; pero que más allá del ámbito filosófico es un problema eminentemente práctico: hacia qué nos sentimos llamados –incluso aquellos que no tienen creencias religiosas; qué actividad, cuál trabajo, podrá colmar nuestras vidas en la sociedad, porque confieso que si bien pudo haber tenido sentido en épocas medievales, no creo que los anacoretas lo tengan hoy día. Como puede verse, esa actividad, ese quehacer al cual nos sentimos inclinados, generalmente sin causas aparentes, constituye precisamente la vocación; aunque esta tiene también otra dimensión trascendente.

Si bien el seguir nuestra vocación ha de colmar y darle sentido a nuestras vidas, siempre exigirá un precio, alguna renuncia y mucho esfuerzo, tesón y voluntad para seguir adelante y no desalentarnos, mantener la senda y no desviarnos hacia los caminos del éxito y la vida fácil, aunque para muchos éxito y buena vida constituya precisamente el sentido de la vida en estos tiempos de posmodernidad o mas bien de modernidad in extremis.

Soy de los que creen que entre más conocimientos se adquieren, mayor compromiso contraemos con el prójimo y la sociedad en general y, en el caso de quienes deciden cursar una carrera universitaria este compromiso es de los más altos; razón por la cual deben ser capaces de esforzarse para lograr el máximo aprovechamiento en sus estudios; lo que en las actuales circunstancias de masividad y amplias facilidades puede verse seriamente afectado.

En estas circunstancias el problema de la vocación implica no solo a los estudiantes, también a los profesores: nada tengo en contra que muchos profesionales incrementen sus ingresos por esa vía, pero estos han de tener presente precisamente la alta responsabilidad contraída en la formación de los futuros profesionales. No basta con que el profesor sepa más que sus alumnos: tiene que saber mucho más que ellos, y eso requiere esfuerzo, tesón; es decir, un mínimo de vocación de servir a los demás, que es precisamente el sentido trascendente de la vocación; es más, es la verdadera vocación, porque siempre seremos llamados a aquello que sirva al bien común, aunque tentaciones no falten a lo largo de la vida.

Tanto los estudiantes como los profesores han de estar conscientes de que la adquisición de conocimientos a ese nivel exige sacrificios, razón por la cual no hay por que renunciar a la exigencia, porque como bien dice un refrán: Lo que nada nos cuesta hagámoslo fiesta. Lo peor que nos podría pasar es terminar con un gran número de profesionales que la única valoración que le dan al título es como adorno en la sala de la casa y requisito para ocupar una plaza y sanseacabó.

Este sentido ético de la verdadera vocación tiene que ver con la felicidad humana, tal como la entendió ese hombre verdaderamente grande de todo el siglo XX europeo: Antoine de Saint Exupéry[5] y que André Gide hace notar: <<…la felicidad [para Saint Exupéry] no está en la libertad, sino en la aceptación de un deber>>[5].

Y precisamente ese deber, libremente aceptado, puede incluso provocar que se renuncie a esa inclinación que definimos como vocación, a favor de otra actividad de mayor beneficio para el prójimo o, dado el caso, en correspondencia con determinadas ideas políticas y/o filosóficas, sin descontar por supuesto que la llamada a la vida religiosa, con frecuencia conlleva a la renuncia de lo que hasta ese momento constituía el proyecto de vida para muchos. Por raro que parezca ejemplos hay, como el de Albert Schweitzer[5], quien además de teólogo y filósofo, eminente musicólogo y reputado como el más importante intérprete de Bach de su época, en plena madurez intelectual y artística decidió estudiar medicina y dedicar su vida a la atención de los habitantes de Lambaréné en Gabón, entre ellos cientos de leprosos, desde 1913 hasta su muerte en 1965.

Aunque el anterior sea uno de esos casos paradigmáticos -como los han sido a lo largo de la historia del cristianismo miles de sacerdotes, religiosos y religiosas, así como misioneros de otras confesiones- hay que tener vocación para lo que se estudia, pero más aún hay que tener vocación de servir a los demás, de contribuir al bien común[5]. Nada me hiere tanto como escuchar a un profesional decir: el Estado hace como que me paga y yo hago como que trabajo. Todos sabemos del limitado alcance de la generalidad de los salarios en estos tiempos, pero qué pasaría si usted enfermara gravemente y fuera a atenderse con un médico que pensara: el Estado hace como que me paga y yo hago como que te curo.

Gracias a Dios conozco muchas personas con esa vocación de servir; entre ellas una mujer joven, atractiva y elegante, casada y madre de un niño, médico eminente que goza de merecido prestigio y estima entre sus colegas, que presta sus servicios en un importante hospital en el oriente de nuestro país; a quien le extirparon un tumor maligno hace pocos años y con el propósito de sustraerla al tremendo estrés del trabajo asistencial, le ofrecieron una elevada responsabilidad en el ámbito de la docencia universitaria, con mucho menos carga de trabajo y angustia, algo que habría de traducirse en una nada desdeñable reducción de riesgo para su salud en el futuro: No aceptó el ofrecimiento por la sencilla razón de que piensa que sus enfermos –muchos de ellos, casos complicados y graves- la necesitan. Sus ideas políticas están ubicadas en la región del corazón, pero que además es mujer de fe… Para ella, como para tantos, su verdadera vocación está en el servir a los demás, ponerse en función y a disposición de cada prójimo, único modo de servir a Dios.

1 Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. En Microsoft Encarta, 2005.

2 Antoine de Saint Exupéry, nació en 1900 en Lyon, Francia, en el seno de una familia acomodada. Fue uno de los fundadores de la aviación civil en el mundo y escritor reconocido entre cuyas obras se cuentan Correo del Sur, Tierra de Hombres, Vuelo Nocturno y esa joya de la literatura humanista de todos los tiempos: El pequeño príncipe. Con 40 años cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial y sin que nada lo obligara a ello, más aún a causa de su celebridad como escritor, se enroló como piloto de observación y fue derribado el 31 de Julio de 1944 en aguas del Mediterráneo cerca de Marsella. El avión que pilotaba fue encontrado, en el mar, hace cosa de un par de años.

3 André Gide: Prólogo a Vuelo Nocturno de Antoine de Saint Exupéry. Editorial Nacional de Cuba, La Habana 1964.

4 Nació en 1875 en Alsacia, entonces alemana. En 1952 recibió el Premio Nóbel de la Paz.

[5] Sobre el bien común y la crítica del individualismo de la modernidad y la posmodernidad, sugiero leer de Franz J. Hinkelammert: El sujeto y la ley. Editorial Caminos, La Habana 2006, de venta en las librerías.

DE LA AUSENCIA Y DE TI

Antonio C. Rabilero Bouza. Caracas, IM, Agosto de 2007.

Es ya lugar común en nuestra Iglesia –también en el ámbito sociológico nacional- considerar a las denominadas misiones internacionalistas, que llevan a muchos cubanos y cubanas a separarse de sus familias –incluso cónyuges- durante largos períodos de tiempo con tan solo unas pocas semanas de vacaciones cada año[5], como uno de los factores fundamentales de inestabilidad familiar y causa frecuente de divorcio y ruptura de los vínculos conyugales en uniones consensuadas[5]; lo cual me lleva a recordar ese conocido danzón popularizado por Barbarito Diez:

Ausencia quiere decir olvido

Decir tinieblas, decir jamás

Las aves suelen volver al nido

Pero las almas que se han querido

Cuando se alejan no vuelven más…

Tal parece que la separación es una fatalidad para la pareja (hombre y mujer, por supuesto) que se ama; que resulta imposible que el amor pueda sobrevivir, mantenerse en ausencia del ser querido, que la fidelidad y el amor por el cónyuge pueda anidar por siempre en el corazón humano.

No soy mojigato y Dios me libre de llegar a serlo, razón por la cual no solo comprendo, sino que sé por experiencia propia lo que significa en la pareja el sexo, la expresión erótica del amor: cuántos matrimonios fracasaron precisamente en el ámbito de lo erótico por problemas de miedos y prejuicios, pero también desviaciones y disfunciones entre otras causas. No podemos pasar por alto el instinto sexual, la libido innata al ser humano: siempre nos sentiremos atraídos por las personas del otro sexo, y en algunos casos con mucha fuerza por alguna en particular[5].

Por esa razón, el amor perdurable –para toda la vida- entre un hombre y una mujer que han comenzado amándose profundamente resulta una empresa llena de riesgos y muchas veces termina en fracaso; no solo por el egoísmo que llevamos dentro y que con frecuencia llega a dominarnos; sino porque generalmente el amor nace antes del matrimonio (este debe ser la consecuencia lógica de aquel) en momentos en que ambos, hombre y mujer, son muy jóvenes, en que la atracción física, lo sexual, tiene un peso enorme en la relación –que mantiene durante los primeros años del matrimonio- y disminuye, e incluso anula, cualquier otro aspecto de la relación o la vida en común; pero con el tiempo las cosas inevitablemente cambian: el crear y mantener un hogar, los hijos, las responsabilidades laborales y profesionales de ambos cónyuges y los mil y un problemas de la vida cotidiana hacen –con mucha frecuencia- que el amor pase del dominio del corazón al de la economía política; y ahí mismo puede comenzar la erosión, muy lenta e imperceptible al principio, pero cada vez más acelerada con el tiempo.

La fidelidad mutua es requisito indispensable en el propósito de hacer crecer el amor, de recrear continuamente el amor en la pareja, el amor erótico, más no solo este. A lo largo de la vida, ambos cónyuges, encontrarán otras personas muy atractivas con las cuales establecerán relaciones de trabajo y/o de amistad más o menos profunda, personas a las cuales se podrá llegar a admirar y en cuya presencia podrán sentir agrado y bienestar, personas a las cuales incluso se podrá llegar a querer con mucha fuerza. Por decirlo de alguna forma, un distanciamiento erótico en la pareja los hará a ambos vulnerables y podrá llegar incluso a hundir de modo irreversible la unión.

Entonces ¿cómo puede sobrevivir el amor a largos períodos de ausencia de la persona amada? Más aún en presencia de otras personas del sexo opuesto que nos pueden resultar muy atractivas y, para agravar, sin compromisos amorosos y aún carentes de afectos; algo muy común en estos tiempos. ¿Cómo lograrlo?

Confieso que me resulta imposible sostener mi fe en el miedo al castigo por pecar: no podría entenderme con un Dios que condenara a la eternidad del infierno a causa de la infidelidad conyugal. En cambio, creo firmemente que el amor que sentimos de Jesús, la fe cristiana, nos permite saber con certeza, que el amor que un día encontramos en nuestras vidas, es la más hermosa e iluminadora manifestación del amor de Dios hacia cada uno de nosotros en particular, amor que debemos cuidar y acrecentar. Lo cual no excluye ciertas normas de conducta, tal como alguien ha señalado: <prudente respeto que hombre y mujer, esposo y esposa deberán guardarse. Respeto que no nos aísla, no nos hace andar como caballos con viseras por el mundo, pero que sí establece límites en nuestras relaciones de amistad y de trabajo; límites de respeto que nos ayudan a establecer la prudencia en el trato y en la vivencia, en la verdad>>[5].

Esta dimensión trascendente del amor entre el hombre y la mujer, SS Benedicto XVI lo ha expresado con hermosas palabras: <eros está como enraizado en la naturaleza misma del hombre….., orienta al hombre hacia el matrimonio, un vínculo marcado por su carácter único y definitivo; así, y solo así se realiza su destino íntimo… El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano>>[5]. Incluso, desde la perspectiva de Engels: <<…por su propia naturaleza, el amor sexual es exclusivista –aún cuando en nuestros días ese exclusivismo no se realiza nunca sino en la mujer-, el matrimonio fundado en el amor sexual es, por su propia naturaleza, monógamo…>>[5]

Entonces, la ausencia –a pesar de todos sus riesgos- nos permite darnos cuenta de todo lo que significa para uno la mujer amada, de cuanto la necesitamos, aunque cuando estamos juntos no nos percatamos de ello, de la tremenda nostalgia de las cosas pequeñas y tontas como bien dice Silvio; como el despertarse en la noche y extender la mano para tocar su cuerpo, sentir su fragancia y ¿por qué no? el intenso deseo de hacer el amor.

De ahí viene la fuerza del amor; que a veces se manifiesta secretamente en una foto de la mujer amada que llevamos en la billetera; que hemos llevado en el bolsillo izquierdo de la camisa, sobre el corazón –como seguro resguardo, en los inciertos y difíciles días de una guerra en tierras muy lejanas; que llevamos junto al amor de Jesús en lo más profundo de nuestro corazón.

1 Aunque en los últimos tiempos se permite, en el caso de los médicos y excepcionalmente en otras profesiones, que marido y mujer puedan estar juntos durante el cumplimiento de dichas misiones en el extranjero.

2 En realidad discrepo de que las misiones internacionalistas sean causa de divorcios por la sencilla razón de que estos son también elevados entre cónyuges que no se han visto afectados por aquellas y, además, los altísimos índices de divorcios (incluso superiores a los de Cuba) en naciones desarrolladas donde ninguna pareja se ve en estas condiciones y por demás sin nuestras limitaciones económicas.

3 Alguien que, como una revelación, nos ilumina y a partir de entonces no es posible concebir la vida sin esa persona: es el amor verdadero, don de Dios; aunque algunos no se percaten de ello, pues conozco parejas, nada cercanas a nuestra fe, que viven su amor de un modo ejemplar para cualquier cristiano.

4 María C. López, Fidelidad, Iglesia en Marcha, año XVI, nº 130, mayo-junio de 2006, p 27.

[5] Benedicto XVI, carta encíclica Deus caritas est.

6 Federico Engels, El Origen de la familia, la propiedad privada y el estado; en C.Marx y F. Engels, Obras escogidas, p 535, Editorial Progreso, Moscú. Sin año de edición. Recordar que esto se escribió a mediados del siglo XIX.

LOS IMPRESCINDIBLES

Antonio C. Rabilero Bouza. Caracas. Para IM, Octubre de 2007.

En esa agónica e impactante canción que comienza con <<Sueño con serpientes, con serpientes de mar, con cierto mar ¡Ay! de serpientes sueño yo….>>[5] Silvio presenta como exergo unos versos del destacado dramaturgo comunista alemán Bertold Brecht:

Hay hombres que luchan un día y son buenos.

Hay hombres que luchan un año y son mejores.

Hay hombres que luchan muchos años y son muy buenos.

Los hay que luchan toda la vida: ésos son los imprescindibles.

Es muy posible que Brecht se refiriese a las luchas sociales y políticas; a pesar de que tanta gente destacada -también anónima- se ha empeñado en afirmar que nadie es imprescindible; quizás por aquello de que cuando muere alguien –con harta frecuencia, mucha, muchísima gente- el mundo mantiene su curso, la gente sigue con su vida; que el tiempo seca las lágrimas, disipa el dolor y peor aún nos borra de la memoria a los muertos: a lo sumo un vistazo ocasional a una foto y, en el caso de los personajes célebres, una lectura en los manuales de historia y el modo de ganarse la vida para quienes se dedican a hurgar en el pasado y en el pensar de otros.

Ahora no pretendo ocuparme de las grandes personalidades de la historia, que muy bien pueden ser considerados imprescindibles para su época; como es el caso –para los marxistas y otros muchos de este mundo- de Lenin y el destino ulterior de la Revolución de Octubre y el Socialismo. Tampoco de gente como el Poverello de Asís[5], Teresa de Calcuta o Mons. Oscar Arnulfo Romero; quienes contribuyeron a que tanto la Iglesia como el resto del mundo fueran mejores. No. A contrapelo de la opinión generalizada, escribo con el pensamiento, más aún el corazón, puesto en los muchos indispensables de este mundo; de aquellos sin cuya presencia, incluso su sola existencia, nuestro mundo, nuestra vida, nuestro yo; habría quedado incompleta, como a medio hacer; en suma, contrahecha. Quienes nos permiten en cada momento y a lo largo de nuestras vidas transformarnos para poder ser quienes somos. Los que nos ayudan a enfrentar nuestros propios sueños con serpientes.

Quizás algunos piensen que como nuestras vidas están en las manos de Dios y podemos ser llamados ante Él en el momento menos pensado; nadie puede ser considerado imprescindible, que nuestra propia condición perecedera lo impide. A ello podría replicar con las palabras de Hemingway: <<La muerte de todo hombre me disminuye>>[5]; pero prefiero recordar que Jesús –Dios verdadero de Dios verdadero, como rezamos en el Credo- lloró la muerte de su amigo Lázaro[5]. Tanto la sufrió que le trajo de vuelta a la vida terrenal.

Por todo eso; aunque sin lugar a dudas existen asesinos, criminales y personas malignas, de tal modo que uno se pregunta qué vinieron hacer en este mundo; y a veces podemos llegar hasta el extremo de desearles la muerte; además de otras que se limitan a una mera existencia casi vegetal; hay quienes nos resultan entrañables; es decir, literalmente, que llevamos en las entrañas, que forman parte de nuestro ser. Son imprescindibles para muchas personas, más allá de su entorno familiar; aunque no se les aprecie el atuendo propio del luchador; o más bien de lo que pensamos es un luchador, casi siempre asociado con actos violentos, con el arriesgar la vida.

Porque necesitamos no solo de personas que nos ayuden en sostenernos, a crecer, a mejorar, a ser felices; sino también aquellas otras que requieren de nosotros, en las que depositamos nuestro amor y nuestros mejores empeños; las que incluso pueden ser fuente de preocupaciones y hasta sufrimientos para nosotros mismos; porque si no ¿cómo podrían ser los hijos imprescindibles para sus padres?

Escribo las 883 palabras de este panfleto porque hace unos días, una persona a quien considero imprescindible para mucha gente, también para mí; a la que pedí se cuidara; hubo de contestarme que ella era tan solo necesaria y me he empeñado en contradecirle; en recordarle aquello que cantara alguna vez Alberto Cortés:

Cuando un amigo se va,

Deja un espacio vacío,

Que no lo puede llenar

La llegada de otro amigo.

De presencias y ausencias estamos hecho los seres humanos, del amor y del dolor a lo largo de toda nuestra existencia; del infinito Amor de Dios que da sentido a nuestras vidas y nos permite asumir las pérdidas, llevar nuestro dolor, descargar en Su hombro nuestras lágrimas y depositar en Él nuestra esperanza. Pero como estoy absolutamente convencido que ese Amor indispensable se manifiesta de modo tangible -aunque inefable- en aquellos que nos quieren; en el amor que sentimos por los demás, me permito reiterarle a esa persona, también a quienes han tenido la gentileza y la paciencia de leerme, que si bien nuestras vidas están en manos de Dios, nuestra presencia es imprescindible para otros, porque el amor que podamos llevar en nuestros corazones, será siempre manifestación y presencia del ilimitado Amor de Dios.

Esas son las razones por las que además de pedir a Dios que guarde y proteja a quienes amo y llevo en mi corazón, siempre les pido a ellos que también ayuden a Dios, que se cuiden, que otros los necesitamos por siempre en nuestras vidas, que son imprescindibles.

1 Canción: Sueño con serpientes. En LP y CD Días y Flores. El subrayado es nuestro.

2 San Francisco de Asís; quien ha sido calificado como el hombre más grande de Europa en todos los tiempos.

3 Algo que tengo en mi memoria desde hace muchas décadas, aunque no recuerdo donde lo leí.

4 Juan 11, 11-45.

LA FELICIDAD

Antonio C. Rabilero Bouza

Caracas. Noviembre de 2007.

Me han enviado un artículo sobre “El hombre más feliz del mundo”[5], y he de confesar que como persona con formación científica y dedicada a la ciencia misma; pero a su vez hombre de fe; desconfío de todos esos resultados que pretenden medir "científicamente" sentimientos tales como la felicidad: No existe dicho hombre más feliz del mundo; peor aún un hombre absolutamente feliz. Cuando menos, no me interesa el tipo de felicidad que el señor Matthieu Ricard[5] ha encontrado en medio de las montañas del Himalaya; como tampoco me identifico con los hombres y mujeres que profesaron y profesan la fe cristiana – por muy santos que sean- que abandonaron el mundo para encerrarse en un claustro[5]: Respeto sus vocaciones, pero me parece que van en la dirección equivocada en que nos señala Jesús; lo cual no significa que critique en modo alguno a quienes decidieron seguir una vida de entrega total a Dios (y al prójimo) celibato inclusive.

Como paradigma muy cercano en el tiempo tengo a Teresa de Calcuta: ella eligió ocuparse de los más sufridos de este mundo[5], algo que no es para divertirse precisamente; pero en ese rostro surcado de arrugas que tan bien conocemos, brillan unos ojos que arrojan luz sobre la verdadera felicidad: haber encontrado el sentido de la existencia y el cumplimiento de un deber asumido con plena libertad[5].

No creo en ese estado de felicidad absoluta que nos convierte en casi un vegetal. Por el contrario, creo que el dolor y el sufrimiento que de modo inevitable experimentamos en la vida, el mal que podamos sufrir e incluso causar a los demás, aún contra nuestra voluntad; si los asumimos con honestidad agónica; mejor aún, conscientes del Amor de Dios hacia nosotros; nos permite alcanzar momentos de extrema e intensa felicidad en este mundo. Nunca una cima luce más alta y hermosa que cuando se le contempla desde el fondo de un abismo, y jamás es mayor la felicidad que cuando alcanzamos la cima después de ascender esforzada y pacientemente a ella desde lo profundo.

Quizás uno de los mayores problemas de este mundo lo constituye la insatisfacción personal, el sentimiento de frustración que mucha gente lleva dentro de sí y lastra sus vidas; a veces hasta el extremo de hacerlas naufragar arrastrando a otros consigo; que estriba en la falsa idea, que nos hacemos desde la infancia, de que basta desear algo para que se logre, de que todo en la vida irá de maravilla; peor aún en estos tiempos de modernidad y pos, donde el ser ha sido desplazado por el tener: tanto tienes tanto vales, reza un viejo refrán.

Por otro lado, no se trata de vivir al margen, desdeñando los bienes de este mundo al estilo del filósofo Diógenes de Sinope[5]; quien decía que <>[5].

Lo cual no implica en modo alguno vivir en pos del dinero y los bienes materiales; sin dejar de tener presenten que de ellos necesitamos para asegurar una vida digna a nuestra familia y a nosotros mismos, pues como rezaba un cartel pirograbado en madera que hube de ver hace años “El dinero no trae la felicidad, pero calma los nervios”. Hay que aprender a disfrutar de las cosas que logramos, de los bienes materiales que adquirimos, de las mejoras en nuestras condiciones de vida: todo eso forma parte de los planes de Dios para con nosotros; pero también a enfrentar las dificultades, los contratiempos y aún el sufrimiento y el dolor y por sobre todo el humano temor a la muerte, porque <<El temor a la muerte es conflicto en lo más profundo de todo ser humano. Hay quien ha querido reconducir toda actividad humana al instinto sexual y explicar todo con él, también el arte y la religión. Pero más poderoso que el instinto sexual es el del rechazo a la muerte, del que la propia sexualidad no es sino una manifestación. Si se pudiera oír el grito silencioso que brota de la humanidad entera, se oiría un bramido tremendo: «¡No quiero morir!».>>[5]

En la realidad de nuestro querido y entrañable archipiélago; con la extrema tensión, incluso tiempos de angustia con que hemos vividos a lo largo de más de medio siglo[5]; agravada por la escasez de bienes y alimentos, que ha podido llegar a ser extrema en el marco del llamado Período Especial, para muchos tal parece que no hay cabida para la felicidad y han optado por buscarla en otras latitudes o simplemente arrastran una ¿vida? caracterizada por la amargura y la frustración.

No es un secreto el limitado alcance del salario de la mayoría de los cubanos[5] y lo que eso significa ante el diario vivir; de la ineficacia de nuestro excesivo aparato estatal y peor aún del espíritu burocrático que ha echado raíces en el Socialismo Cubano[5], y que ha llevado –en nombre de ese mismo Socialismo- a estupideces tales como limitar el número de servicios sanitarios que una familia puede tener en su hogar; así como los engorrosos trámites para casi cualquier cosa.

No soy de los que peor viven en nuestro país y aún así, en casa tenemos que, como se dice “vivir contando los quilos” para hacer frente a los gastos y en ocasiones hemos pasado por tiempos de necesidad extrema que hemos logrado enfrentar y superar gracias a la solidaridad y el apoyo del prójimo: no solo de nuestros amigos y conocidos, también de gente no allegada. Estoy firmemente convencido de que si en los terribles años de inicio de los 90 no sucumbimos como pueblo, fue precisamente a esa solidaridad entre todos, por lo menos la inmensa mayoría, y también ¿por qué no decirlo? de familiares y amigos –no solo cubanos- desde el extranjero.

No albergo duda alguna de que Jesús, como Hijo de Dios, era plenamente capaz de multiplicar los panes y los peces[5]; pero en lo profundo de mi corazón, siento que el verdadero milagro de ese día consistió en lo más difícil: que los presentes sacaran de sus morrales todo lo que llevaban consigo y lo compartieran con aquellos que les rodeaban. Ser capaz de dar, aún de compartir lo poco que se tiene es, sin lugar a dudas, un acto que nos hace verdaderamente felices y que muestra el amor que podamos sentir hacia Dios; pero por sobre todo es muestra del Amor de Él hacia nosotros, del cual debemos ser verdadera expresión.

Cuando me refiero a dar, a compartir, no aludo solo a las cosas materiales, también a nuestras habilidades, capacidades intelectuales y carismas. A la necesidad de dar lo mejor de nosotros en el ámbito de nuestro trabajo y responsabilidades, de nuestra profesión; porque mal han de andar las cosas si escurrimos el bulto, si no hacemos nuestro mayor esfuerzo en pos del bien común[5]. Ese cumplir con el deber, de autorrealización como personas, ha de ser fuente de felicidad para nosotros. Como bien ha expresado SS Benedicto XVI:

<<En todo caso, independientemente del cambio de circunstancias, siguen siendo válidas las obligaciones del creyente ante su ciudad y su patria. La íntima relación entre el “ciudadano honesto” y el “buen cristiano” sigue totalmente vigente…. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno…. Porque de este modo no solo "se coopera con la gloria de Dios" sino también "con el bien de la humanidad >>[5].

La felicidad y dolor van juntos, como antinomia inseparable; como el amor y la muerte van de la mano y uno es la negación de la otra. Precisamente, es el Amor de Dios el que nos salva de la muerte. El regalo más extraordinario de Dios lo constituye Su Amor, que se manifiesta en múltiples formas y matices; con gran intensidad en el amor de la pareja -hombre y mujer- que debe ser a todo trapo, no importa la altura de las olas ni la fuerza del viento. Confieso que no me atrae ese supuesto estado de beatitud, en aguas muertas y estancadas, que reflejan el cielo de modo perfecto, pero que en modo alguno lo es.

Si sentimos que Jesús camina junto a nosotros, no importa las veces que caigamos o nos extraviemos por otros senderos, podremos enfrentar las adversidades, el dolor y aún la muerte. Ser capaces de encontrarle un sentido a nuestras vidas, de disfrutar a plenitud del amor en todas sus formas y matices: el de nuestros padres y hermanos, de nuestros hijos y de los amigos; el amor erótico, aún del amor del prójimo a quien no conocemos; de intentar retribuir esos amores, de ser felices, verdaderamente felices, de sentirnos hijos y amados de Dios.