viernes, 8 de enero de 2010

CATÁSTROFES Y ESPERANZAS

Desde hace algunos años eminentes y encumbrados científicos están enfrascados en la para mi bizantina y absurda discusión de si Dios tuvo opciones a la hora de crear el universo. Dicho en otras palabras: si Dios –todopoderoso- pudo crear un universo, y por extensión un planeta Tierra, distinto del actual o si por el contrario solo era posible crear el que conocemos; lo cual introduce cuando menos una duda sobre la omnipotencia de Dios y en consecuencia sobre su existencia misma.

Como hombre de fe, pero también dedicado a la actividad científica, estoy convencido que cualquier forma de existencia material presenta fenómenos que siempre serán expresados mediante conceptos -y sus correspondientes formulaciones matemáticas- termodinámicos; o si se quiere, todo sistema material obedecerá a las leyes de la Termodinámica y por tanto estará sometido a cambios y transformaciones. A escala planetaria, y más aún en el caso específico de nuestro planeta, eso se traduce en volcanes, terremotos, huracanes y otros fenómenos de gran intensidad energética que causan –inevitablemente- catástrofes naturales y consecuentes pérdidas de bienes y más aún de vidas humanas.

¿Qué significa eso para nuestra fe? ¿Acaso una forma de castigo a los hombres pecadores por Dios todopoderoso? ¿Sucesivas reediciones del diluvio universal? Podemos contestar: misterios de Dios y sanseacabó; lo cual nos puede llevar, casi seguro, a considerar tales catástrofes como fruto de la acción de Dios.

No tengo ningún reparo en decir: Creo en Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra... Además, no obstante creer en la acción milagrosa de Dios, en la ocurrencia de eventos que podríamos denominar –desde el punto de vista científico si se quiere- como de probabilidad nula; no creo, no puedo creer, en que ninguna de esas catástrofes naturales, tampoco las aéreas o de otro tipo en las que intervienen los hombres, sea obra de Dios, tampoco que Él utilice uno de esos terribles eventos para decirnos algo. Me sería muy difícil entenderme con un Dios así.

Quizás mi visión evolucionista del universo y la influencia –junto con mucha otra gente- de Teilhard du Chardin[1] en mi pensamiento, en mi fe, me han llevado a la conclusión de que precisamente la gracia de Dios está en ser fuente y camino de la vida y la vida misma, eterna, en este mundo complejo y pleno de eventos que amenazan la vida material del hombre y su propia existencia terrenal. Es Él quien le da sentido a nuestra vida y la hace trascendente y a la vez es Su Amor fuente de nuestra esperanza y luz que alumbra el camino hacia la salvación y la vida eterna; lo cual no excluye ni borra el dolor, el sufrimiento: el propio Jesucristo lloró la muerte de su amigo Lázaro y más aún experimentó en carne propia el dolor y el sufrimiento.

Lo que si creo es que Dios siempre ha estado presente en nuestra existencia, dispuesto no solo a atender nuestras súplicas, sino también y por sobre todo a sostenernos en los momentos más difíciles de nuestras vidas, a descubrir el sentido de nuestra existencia, la trascendencia de nuestras vidas en Su infinito Amor y eterna Misericordia; fuente inagotable de nuestra Esperanza.

No se trata de consuelo de tontos, como podrían pensar algunos distantes de nuestra fe; sino de la íntima convicción, la plena seguridad, la esperanza inquebrantable en que pase lo que pase Él siempre estará con nosotros; lo cual no significa que nos sentemos a rezar y esperar, sino a encontrar fuerzas en el Espíritu que nos anima para seguir adelante en pos del Reino, cuyo camino comienza precisamente en este mundo que no es simplemente un valle de lágrimas, sino el mundo donde vivimos, sufrimos y también nos alegramos; más aún, sentimos la inefable dicha de ser hijos de Dios.

Como habrán podido adivinar, escribo todo esto a causa de la doble catástrofe que ha significado para nuestro pueblo el paso sucesivo de dos terribles huracanes que han dejado una vasta estela de destrucción material y agudizando de modo dramático las difíciles condiciones de vida de nuestros compatriotas.

Si bien estas catástrofes dejan una terrible secuela de daños materiales y aún perdidas de vidas humanas, es de espanto –no encuentro otra palabra- descubrir las catástrofes morales, el hundimiento de la condición humana en esperpentos que han sido capaces de sentir alegría, malamente disimulada o sencillamente descarada, ante estas desgracias de nuestro pueblo; deseosos de que la agudización de las dificultades y carencias que enfrentamos den lugar a disturbios y revueltas que conduzcan a la restauración del antiguo régimen existente en Cuba antes de 1959[2]. ¿Son cubanos quienes así se expresan, aunque nacieran aquí? ¿Son cristianos, aunque cuelguen de sus cuellos crucifijos y medallas? En fin, ¿son seres humanos?

Cualquiera podría decir -con todo derecho- que puedo escribir esas cosas porque a mi no me afectó ninguno de los dos huracanes, lo cual es una verdad a medias: No dañó mi casa ni ninguno de los bienes que poseemos en ella; pero, al igual que a mi, la tragedia nos afecta a todos los cubanos: seguro estoy que a la mayoría de nuestros compatriotas no les faltan familiares, también amigos, afectados; pero además las consecuencias económicas y sociales nos afectarán por años a casi todos.

Gracias a Dios hubo escasas víctimas mortales. Gracia que se expresó en la solidaridad de quienes brindaron sus viviendas para albergar a otros, para guardar pertenencias y bienes de vecinos y amigos; de los responsabilizados con las acciones preventivas, de las instituciones encargadas; en la preocupación y ocupación en bien del prójimo y precisamente ahí se hace presente Dios, no importa las creencias de cada cual y es, en esa solidaridad de todos para con todos, que se manifiesta Su Amor y el Espíritu anima nuestros corazones levantándonos –una vez más- para seguir adelante.

Contrario a lo que podrían pensar muchos, dadas las circunstancias históricas del devenir de nuestra nación, estoy convencido que –descontando cualquier consideración de índole política e ideológica- si algo anima a la gran mayoría de los cubanos está más allá de todas las razones y la razón misma: Nos sostiene y nos mueve una fe y una esperanza que si bien no tendría el mismo nombre para todos, estoy convencido de que es obra de la presencia de Dios entre nosotros, de la amorosa intercesión de nuestra Madre y Patrona: María de la Caridad. Precisamente nunca más oportuno en nuestra historia el lema del trienio preparatorio de los cuatro siglos de presencia de su pequeña imagen entre los cubanos: La Caridad nos une. La caridad, la solidaridad, el amor al prójimo, expresión del amor de Dios, nos hará tener esperanza, salir adelante otra vez. En ese sentido, el llamado de nuestros obispos[3] debe servirnos de guía en la personal contribución y esfuerzo en pos de ayudar a nuestros hermanos.


[1] Pierre Teilhar du Chardin: S.J. (1881-1955). Sacerdote jesuita francés, su concepción de la evolución, considerada ortogenista y finalista, equidistante en la pugna entre la ortodoxia religiosa y científica, propició que entonces fuese incomprendido por ambas. Además fue un notable paleontólogo y filósofo que aportó una muy personal y original visión de la evolución.

[2] El acceso a Internet me ha permitido leer muchas, demasiadas, opiniones de quienes que se expresan así, casi siempre desde el anonimato y para ello basta leer comentarios y opiniones en publicaciones tales como El Nuevo Herald, de Miami, o en sitios Web como CubaLibreDigital, originado en Suecia.

[3] Ver el llamado del 15 de Septiembre de Mons. Dionisio, Arzobispo de Santiago de Cuba. Días antes, después del paso del Gustav, el Cardenal Ortega había hecho una declaración con igual propósito.

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